martes, 5 de noviembre de 2013

Ignaz Semmelweis, "el salvador de las madres"



Imagen procendente de
general-anaesthesia.com

Ignaz Semmelweis fue un médico de origen húngaro que había estudiado en Viena y comenzado sus prácticas en la especialidad de partos del célebre Hospital General de Viena, donde no tardó en ganarse la confianza del profesor Klein, director de la División Primera de Maternidad del Hospital. En 1846, cuando tenía 28 años, fue nombrado ayudante suyo. Todo parecía sonreírle, salvo una sola y triste cosa: cada mañana del año tenía que informar a su jefe de que habían fallecido cuatro o cinco mujeres, la mayoría recién paridas y sus niños las habían acompañado en el viaje sin retorno.
Ignaz Semmelweis se sentía preocupado, pero el profesor Klein se quitaba el muerto de encima –nunca mejor dicho- aludiendo a la existencia de una mortal enfermedad conocida como fiebre puerperal o fiebre de posparto, tan inevitable como las fases de la Luna. En 1840, hasta 260 de un total de 3157 madres de la División Primera -un 8’2%- murieron de esa enfermedad; en 1845, el índice de muertes era del 6,8% y en 1846 del 11’4%. Estas cifras eran sumamente alarmantes ya que en la adyacente División Segunda de Maternidad, en la que se hallaban instaladas casi tantas mujeres como en la Primera, el porcentaje era mucho más bajo: 2’3, 2’0 y 2’7 en los mismos años.
Fuente; Wikimedia commons
En sus esfuerzos por resolver este terrible rompecabezas, Semmelweis empezó a examinar varias explicaciones del fenómeno, corrientes en la época.

Una opinión ampliamente aceptada atribuía las olas de fiebre puerperal a “influencias epidémicas” que se describían vagamente como “cambios atmosférico-cósmico-telúricos”, que se extendían por distritos enteros y que producían la fiebre en mujeres que se hallaban de posparto. Pero, argumentaba Semmelweis, ¿cómo podían esas influencias haber infestado durante años la División Primera y haber respetado la Segunda? ¿Cómo podía hacerse compatible esta concepción con el hecho de que mientras la fiebre asolaba el hospital apenas se producía caso alguno en la ciudad de Viena o en sus alrededores? Una epidemia de verdad, como el cólera, no sería tan selectiva.
Hospital General de Viena.
Fuente. Wikipedia

Según otra opinión, una causa de mortandad en la División Primera era el hacinamiento. Pero Semmelweis señalaba que de hecho el hacinamiento era mayor en la División Segunda, en parte como consecuencia de los esfuerzos desesperados de las pacientes para evitar que las ingresaran en la tristemente célebre División Primera.

En 1846, una comisión designada para investigar el asunto atribuyó la frecuencia de la enfermedad en la División Primera a las lesiones producidas por los reconocimientos poco cuidadosos a que sometían a las pacientes los estudiantes de Medicina, todos los cuales realizaban sus prácticas de obstetricia en esta División. Semmelweis señala para refutar esta opinión que: 
(a) las lesiones producidas naturalmente en el parto son mucho mayores que las que pudiera producir un examen poco cuidadoso; 
(b) las comadronas que recibían enseñanza en la División Segunda reconocían a sus pacientes de modo análogo, sin producir por ello los mismos efectos; 
(c) cuando, respondiendo al informe de la comisión, se redujo el número de estudiantes y se restringió al máximo el reconocimiento de las mujeres por parte de ellos, la mortalidad (tras un leve descenso) alcanzó sus cotas más altas.

Sacerdote con el viático.
Otra suposición hacía notar que en la División Primera el sacerdote que portaba los últimos auxilios a una moribunda tenía que pasar por cinco salas antes de llegar a la enfermería; la presencia del sacerdote, precedida de un acólito que hacía sonar la campanilla, producía un efecto terrorífico en las pacientes, debilitándolas y haciéndolas más sensibles a la enfermedad. Semmelweis convenció al cura, que tenía acceso directo a la División Segunda, para que diera un rodeo en la División Primera, pero la mortalidad no disminuyó.

Se observó que las parturientas de la Primera División se recuperaban de espaldas mientras que las de la Segunda División lo hacían en posición lateral. Semmelweis promovió que las de la Primera División modificaran su posición sin obtener resultados apreciables.

Finalmente, en 1847, la casualidad dio a Semmelweis la clave para la solución del problema: Un colega suyo, Kolletschka, recibió una herida penetrante en un dedo, producida por el escalpelo de un estudiante con el que estaba realizando una autopsia, y murió después de una agonía durante la cual mostró los mismos síntomas que habían sido observados en la parturientas. Aunque por esa época no se había descubierto todavía el papel de los microorganismos en ese tipo de infecciones, Semmelweis comprendió que la “materia cadavérica” que el escalpelo del estudiante había introducido en la corriente sanguínea del colega era la causa de su muerte y las semejanzas entre el curso de la dolencia de Kolletschka y el de las mujeres de su hospital le llevaron a la conclusión de que sus pacientes habían muerto por un envenenamiento de la sangre del mismo tipo: él mismo, sus colegas y los estudiantes de Medicina habían sido los portadores de la materia infecciosa ya que solían llegar a las salas inmediatamente después de realizar disecciones en la sala de autopsias y reconocían a las parturientas después de haberse lavado las manos sólo de un modo superficial, conservando éstas a menudo un característico olor a suciedad. Conviene añadir que, a mediados del siglo XIX, los médicos seguían efectuando las operaciones y las disecciones con las manos sin cubrir de forma alguna, llevando la misma ropa de calle (a veces incluso con el sombrero puesto). Algunos usaban unos delantales tiesos a fuerza de coágulos de sangre que era honroso acumular como señal de veteranía y saber hacer.
Sala del hospital.
Fuente: gfor.4t.com
 Semmelweis puso a prueba esta posibilidad. Si la suposición fuera correcta, entonces se podría prevenir la fiebre destruyendo químicamente el material infeccioso adherido a las manos. Dictó una orden por la que se exigía a todos los estudiantes que se lavaran las manos con una disolución de cloruro de calcio antes de reconocer a ninguna enferma. La mortalidad puerperal comenzó a decrecer y en el año 1848 descendió hasta el 1,27% en la División Primera, frente al 1,33% de la Segunda.



Pero la historia no siempre nos depara un final feliz:



Ni así se convencieron. Ninguna tradición clínica imponía tan sorprendente medida y esta continuó siendo tan mal vista como antes. Semmelweis no tardó mucho en chocar con su jefe, el profesor Klein. Sus días en el Hospital estaban contados. Los subordinados se lavaban las manos con cloruro de calcio, de mejor o peor gana, y era notorio que descendía el ritmo de defunciones por la llamada fiebre puerperal. Aun así, la obstrucción contra los criterios de Semmelweis era tan acre que el profesor Klein acabó prohibiéndole comprar aquel desinfectante porque salía caro. Hubo jolgorio general entre los médicos por librarse de la humillante obligación de lavarse las manos. Nada importó la caída del ritmo de defunciones ni su instantáneo incremento posterior.

Poco más tarde, Semmelweis fue despedido y empezó a vagar de ciudad en ciudad. Lo intentó en Budapest, pero le ocurrió lo mismo y ya no tenía fuerzas para volver a pelear. Tenía una buena estimación general pero continuaba obsesionado por tantas muertes de madres jóvenes que seguían registrándose por doquier. Fue entonces cuando comenzó su viraje a la demencia y fue ingresado en un manicomio el 31 de julio de 1865. Por un triste destino, allí murió dos semanas después víctima de una infección del mismo tipo que las que él denunciaba, contraída en la última operación que había practicado.

Años después, tuvieron que reconocer cuánta razón le asistía. Las madres del mundo entero están en deuda con Semmelweis.
Estatua dedicada a Semelweiss en Heidelberg.
Fuente: Wikimedia Commons